miércoles, 5 de junio de 2013

Dieciséis meses.

Me paro. Me detengo en medio del camino esperando. Esperando a verle andar hacia mí. Como si fuera a aparecer. Como si pudiera volver a darle otro abrazo. Como si pudiera darle un beso en la calva tan morena con cabello grisáceo. 

Me paro. Contemplo los diferentes para ver por cuál podrá venir; cuál será el más cómodo para su muleta. Dispongo de varias opciones... 

Me vuelvo a parar. Es como si volviera a tener 7 años. Como si mi hermana estuviera llorando por reírme de ella y él me riñera por morderme las uñas: ''No te muerdas las uñas. Las uñas se las muerden los tontinos''. Dado por sentado que yo era muy lista. 

Pero pienso... Vuelvo a la cruel vida. Esa vida en la que él no está y no volverá a estar. En la que espero a que se meta en la cama y podamos rezar juntos antes de dormir; a que se duerma y ronque... ronque tanto que yo no pueda dormir y me ría por ello. A que me diga lo rico que está el melón que le ha dado su vecino en el campo. A que me vuelva a ayudar con mis deberes de matemáticas, a que me enseñe a contar mentalmente jugando a las cartas...

Cada día le pienso. Cada día me prometo que no morirá en mi cabeza. Cada día me digo que estará orgulloso de mí. 
Él me enseñó la vida; y la propia vida se lo ha llevado. 


...Pues yo no pedí despedidas, aunque era lo que más quería en el mundo.